(Carlos Esteban, INFOCATÓLICA)
Uno no sabe muy bien qué merito tiene morirse de un virus -¿por qué no de la gripe, o de un cáncer de próstata?- para merecer un ‘homenaje’ de Estado. Sí un funeral; un funeral católico, si se parte de las premisas de la fe, es la cosa más práctica del mundo: consiste en que los vivos recen por los muertos, en ofrecer una misa por su destino eterno, en acelerar, cuando es el caso, su acceso a la Visión Beatífica.
Pero, ¿un ‘recuerdo’ de Estado? ¿A quién beneficia, qué sentido tiene? Sabemos qué saca el Gobierno con esto, naturalmente. Llamarlo ‘funeral’ es recordar la muerte, es asociar a Pedro Sánchez y a Pablo Iglesias y a toda la patulea de chapuceros revolucionarios de facultad con esa muerte cuya inoperancia -esperemos que fuera solo inoperancia- ha propiciado en exorbitada profusión frente al resto de los países de nuestro entorno.
Un ‘homenaje’, un ‘recuerdo’, ya son otra cosa. Les permite escenificar un rito en el que el Estado es Dios o, al menos, dios, y ellos su encarnación misma. El Poder se quiere sacral, se quiere adorado y no meramente obedecido, y por eso ama estas ceremonias insufriblemente sentimentales que solo esconden un vacío.
En una ‘memoria’ puede Pedro oficiar de hombre de Estado, de salvador, y los muertos, bienaventuradamente anónimos, son solo la excusa, el coro invisible de esta tragedia. No son, ni de broma, protagonistas sino, como mucho, ofrenda al dios airado de la peste. 27.136, dicen, es lo oficial, una cifra canónica porque, como decía uno de los más visibles oficiantes de la homilética oficial en la pandemia, el ensalzado Fernando Simón, en una reciente entrevista, ¿qué más da el número? ¿A quién le importa si son el doble o la mitad, o un poco más o algo menos?
Tiene, en un sentido, razón: a nadie le importan de verdad los 27.136 o los 50.000 (redondeando) de otras fuentes. Importa uno por uno a la gente para quien era papá, mamá, Paco, Manuela. A los que se privó de ese último consuelo de la compañía final, del entierro arropado por los seres queridos.
Robo, para titular, la última frase del magnífico artículo de Hughes, porque también enlaza con la noticia del otro día, de todos esos que se duelen de que Santa Sofía deje de ser un museo, es decir, un templo moderno. Y retomo lo que decía al principio: es la muerte, ese destino inapelable y siempre demasiado temprano que nos afecta a todos, el gran fracaso de la política moderna.
Digo moderna, porque la antigua nunca pretendió sustituir a Dios ni a los misterios, solo regular las relaciones públicas de los ciudadanos. Pero las ideologías acabaron con eso hace siglos; las ideologías quieren sustituir a la religión como explicación de la totalidad, como visión del mundo y del hombre, como objeto de veneración y rito.
Y, sin embargo, ninguna de ellas tiene respuesta para esta, la más elemental de las preguntas. Digamos que esa ideología que parece condicionar cada hora de tu día, cada gesto y cada alianza y cada odio, triunfa por completo. Ya están los hombres gobernados con perfecta justicia, todas sus necesidades materiales cubiertas, imaginemos. Pero saben que tienen que morir, todos ellos, irremediablemente, siempre demasiado pronto, y entre dos nadas eternas su vida habrá sido un parpadeo y en seguida hasta el recuerdo de que han sido, de que una vez respiraron y rieron y lloraron desaparecerá para siempre. Con un destino eterno -la nada- que será el mismo para los buenos y para los malos; para los grandes y para los pequeños, para Mandela y para Adolf Hitler.
Ese es el gigantesco vacío que resuena en el torpe kabuki oficiado hoy, un funeral sin muertos, unos muertos sin nombre ni cara, como nos quieren a todos con la excusa de una pandemia que ya dejó de serlo, una ‘memoria’ que nada expresa tanto como una rápida necesidad de olvido.