Este es el título de uno de los últimos libros de una de las personas que más está haciendo, al menos a través de los medios de comunicación, en la batalla cultural contra la cultura woke y la ideología de Género, Agustín Laje. Pero la Generación Idiota no es una cuestión de edad: La idiotez se ha democratizado: hoy cualquiera tiene derecho a ser idiota, tenga la edad que tenga.
Si bien la acepción actual se define como actual la palabra idiota significa «corto de entendimiento» y «carente de inteligencia», la palabra idiota proviene del griego ιδιωτης (idiotes) para referirse a aquel que no se ocupaba de los asuntos públicos, sino sólo de sus intereses privados. Vamos, lo que suele ser un egoísta, vocablo también de origen griego, por cierto.
Se los reconoce porque consideran los bienes comunes como si no fueran con ellos, como si la Política, así con mayúscula, se tratara de un asunto exclusivo de unos pocos, la llamada casta o clase política, que gobierna el país sin tener en cuenta los intereses de los ciudadanos.
Los idiotas a lo griego no entienden de solidaridad, ni les preocupa la defensa de los derechos civiles colectivos, ni la salvaguarda del bien común y sólo se movilizan cuando sienten perjudicados sus intereses personales privados.
Incluso hay idiotas al modo griego en la actividad política; también suele ser fácil reconocerlos: son aquellos que anteponen su intereses particulares por delante del servicio público, su ideología al bien común; son los que han decidido vivir de la política, los que carecen de ideología y de principios, los que ora se levantan socialdemócratas, ora liberales. Muchos de ellos han conseguido «hacer carrera» en los grandes partidos nacionales.
¿No fue Marx quien dijo que en el socialismo así funcionarían las cosas: “a cada cual según sus necesidades”? La generación idiota se lo creyó
El autor no se refiere a una generación específica, sino a un comportamiento adolescente, ahora común a jóvenes, adultos e incluso ancianos. Un comportamiento inmaduro, infantil, incapaz de ver más allá de sus necesidades o deseos y tomar la vida en peso, con trascendencia y perspectiva.
Según Laje, el mensaje que hoy prevalece es que puedo ser adolescente aunque sea viejo, de la misma manera que puedo ser mujer aunque sea hombre, o puedo ser hombre aunque sea una mujer. Porque lo único que importa es la autopercepción: soy lo que siento que soy. Es el cogito cartesiano adaptado a la era de la laceración: siento, luego existo.
Laje desmonta este truco de forma cristalina, con un ejemplo hipotético. El hecho de que una adolescente ya delgada siga adelgazando porque se percibe gorda -porque sufre bulimia, anorexia o algún trastorno por el estilo- no cambia el hecho de que cada vez está más delgada, y que esto puede ser peligroso para ella. su salud.
Pero por la lógica de la generación idiota, los padres de esta hipotética niña deberían animarla a hacer dieta para adelgazar aún más, ya que si se siente gorda, es gorda, como si un hombre de 130 kilos se sintiera como un delicada bailarina de 40 kilos, él es una bailarina de 40 kilos – y pobre de quien no esté de acuerdo o se atreva a negarle un lugar en la compañía de danza.
A esta generación también se le enseñó que los deseos son derechos. La responsabilidad de mis desdichas, de mis derrotas y fracasos, nunca es mía: la responsabilidad será siempre de mis padres -o de ese sustituto imaginario de los padres ausentes, el estado del bienestar.
Todos los que felizmente participan en esta «generación idiota» parecen ser adictos a la cultura de la cancelación, y esa cultura woke les impide ver la evidente trampa en la que han caído: en nombre de la defensa de la diferencia luchan por destruir cualquier y todas las diferencias, desde la diferencia entre los sexos hasta la diferencia de opinión, y, finalmente, la diferencia entre generaciones, que ahora se mezclan en una sola transgeneración, en la que todos están unidos y mezclados en la misma idiotez.
La consecuencia de este proceso, paradójicamente, es que nunca se ha hablado tanto de tolerancia, pero nunca se ha practicado tanto la intolerancia; y cuanto más se habla de amor, más se practica el odio.
¿Quién no quiere tener todas sus necesidades satisfechas por el Estado, sin tener que trabajar duro ni esforzarse? La libertad es un pequeño precio a pagar por este paraíso, así que, para los idiotas, esto no supone problema alguno, mientras parezca que se siguen atendiendo sus deseos.
Llega, de nuevo, el momento de votar en España. Votar debería ser un proceso para decidir que formaciones políticas disponen de los mejores equipos para gestionar el fruto de nuestros esfuerzos; cuales serán capaces de hacer con nuestros impuestos un mayor trabajo en beneficio de la ciudadanía, especialmente de los más necesitados; de optar por aquellos que propongan mayores propuestas para el bien común.
Pero desde hace ya muchos años, votar en España se ha convertido en un ejercicio de idiotez. Los políticos de los grandes partidos mayoritarios se afanan en airear propuestas y discursos que parecen preparadas para niños de primaria. Veremos debates centrados en quien robó más o hasta dónde están dispuestos a renunciar a sus principios (si es que algún día los tuvieron), para hacerse con el poder.
Y mientras tanto, la mayoría de votantes, seguirá más pendiente de la siguiente temporada de la serie de moda o de sus redes sociales que de una realidad que dice que España pagará este año unos CUARENTA MIL MILLONES DE EUROS en INTERESES DE LA DEUDA PÚBLICA, que asciende ya a MÁS DE MIL QUINIENTOS MILLONES DE EUROS.
¿Sabes cuanto tardaremos en rebajar esta deuda a la mitad (sólo en caso no seguir incrementando el endeudamiento, claro)? Unos 80 años. 80 años en los que el 15% de nuestros impuestos se dedicarán al pago de la deuda pública, contraída por nuestros gobernantes de los últimos 20 años para complacer a la generación idiota, y así mantenerse en el poder político.
El problema de nuestro sistema político no es el bipartidismo, ni los grandes partidos. El problema de nuestro sistema político es, sin duda, un reflejo del problema de la sociedad. Una sociedad hedonista que, hace ya mucho tiempo, dedica su tiempo única y exclusivamente a sus intereses privados. Una generación idiota que votará al idiota que mejor vida le prometa, sin preocuparle lo más mínimo quien sea responsable de pagar esas promesas.
Pero no todo está perdido… Comienzan a surgir pequeños partidos en los que personas comprometidas con el bien común, que no con la política, llevan meses (y años) trabajando para, algún día, volver a poner la política al servicio de la ciudadanía. Pequeños partidos en los que, además, el humanismo cristiano y el bien común centran, incluso a nivel estatutario, sus propuestas, como CONTIGO MÁS o VALORES.
Sabemos que será una carrera ardua, extenuante, en la que muchos, seguramente, no veremos los frutos de este esfuerzo , lo cual será una gran tentación de abandono, pero no somos nosotros a quien nos toca decidir sobre estos frutos, sino a la Providencia. A nosotros nos toca, simplemente, llevar de nuevo a la política, sin complejos, los principios y valores que han ayudado a construir las actuales democracias en todo el planeta y que las propias democracias se afanan, cada vez más, en hacer desaparecer, certificando con ello, seguramente, su propio final.
Daniel Fernández