Con este, o el no menos bélico calificativo de batalla cultural, se designa la profunda división que atraviesa a la sociedad de los Estados Unidos, y que en buena medida fue la responsable de llevar a Trump a la presidencia, y que ahora, a pesar de los daños de la pandemia en aquel país y su actitud ante ella, le han reportado más de 71 millones de votos, que no le sirven para ganar, pero sí para constatar que algo muy profundo ha sucedido.
Pero no es obviamente solo en los Estados Unidos donde se produce un choque grande y divisivo de ideas que se trasmutan en políticas. Lo vivimos a escala europea, que es realmente el nivel equivalente a los EUA, y en planos distintos. En el enfrentamiento entre estados, con Hungría y Polonia en primer plano, por pretender una democracia a la que llaman iliberal, pero también en la distinta forma de abordar la presencia política de la extrema derecha, con una exclusión del gobierno en Alemania, y Francia, y en buena medida en España, pero que si participa en coaliciones gubernamentales en los países nórdicos, que por otra parte se consideran democracias modélicas.
El duelo entre derecha e izquierda ha pasado a la historia, porque como escribió Perez Galdós aplicado a la convulsa España de entonces: hace tiempo que se ha quedado viejo el debate entre aristócratas absolutistas y burgueses liberales. Ahora nos reclama la cuestión social. Pues bien, ahora, a pesar de que la cuestión social está viva y actuante, lo que nos reclama es la cuestión cultural, que significa sobre todo una cuestión de cultura moral, e incluso de concepción antropológica, de cuestionamiento político de la naturaleza humana a través de la perspectiva de género, la visión bulteriana del feminismo queer, y el animalismo.
Es también un conflicto entre ganadores materiales e intelectuales de la globalización, y perdedores; entre lo que está establecido como poder e ideología dominante, y quienes no lo son y se defienden, o aspiran a ser los futuros ganadores.
Todo esto explica que Trump se convirtiera en un ídolo obrero del mundo blanco, aunque no lo apoyen, una parte de los trabajadores latinos, especialmente chicanos, y sobre todo negros a causa del maltrato racial. No es una novedad. En Europa, el Reagrupamiento Nacional (anteriormente Frente Nacional de Le Pen) es el heredero de los antaño fuertes bastiones electorales comunistas franceses.
Es también una revuelta de una parte de la clase media, inextricablemente vinculada a sectores de los trabajadores cualificados, que se ha vuelto periférica, territorial y socialmente, como expresa tan bien la revuelta de los chalecos amarillos en Francia, que analiza Christopher Guilluy en No Society. El fin de la clase media Occidental, y que en términos estrictamente económicos describe la llamada curva del elefante, del economista Branko Milanovic. Un solo trazo que permite observar a escala mundial, el aumento de ingresos en los países antaño calificados de subdesarrollados, con la potencia china en primer término, el aumento singular de las rentas de la elite, que es sobre todo occidental, y la caída de la columna vertebral de la mesocracia, la clase media, obreros industriales, trabajadores autónomos, y pequeños empresarios.
Hay en el centro del conflicto un problema social y económico, pero no se trata solo de esto. Para ciertos grupos sociales ni tan solo de esto en primer término. Hay la percepción de que el cristianismo y su concepción que ha hecho a Occidente es vituperado. El tipo de críticas contra la ahora juez del Tribunal Supremo de EUA, Amy Coney Barrett, fueron de un sectarismo fuera de medida por el hecho de ser una católica que piensa y vive como tal. La laicidad del estado se ha transformado, a base de estirar la cuerda, de una neutralidad ante las confesiones religiosas, a las que reconoce en términos positivos, en una especia de ateísmo que niega toda presencia de Dios en la vida pública.
Hay también diferencias sustanciales con relación a la vida humana, que se expresan en el aborto, y en la eutanasia, aunque esta sea una cuestión limitada a unos pocos estados. Esta distinta percepción de una cuestión tan central como la vida, se extiende a conflictos como la utilización de embriones humanos, y de restos de fetos humanos para la experimentación y como materia prima. También la naturaleza de la familia, el derecho de los padres está en cuestión, así como la significación del ser humano, y de su identidad sexual, transformada en un género fluido, delicuescente, donde un hombre de pelo en pecho, si se considera una mujer, debe ser tratada y aceptada como tal, sin necesidad de verificación objetiva o cambio alguno, como pretende la nueva ley sobre las personas trans de Irene Montero. Hay también un escamoteo de la desigualdad económica, la real, suplantada por la desigualdad de género, como muestra la misión y tareas del Ministerio de Igualdad, que a pesar de su titulo carece de la más mínima competencia en economía.
Pero no son solo las diferencias el motivo de la guerra cultural, sino un cierto supremacismo, muy evidente en los Estados Unidos, menos perceptible, pero no invisible en nuestro país y Europa, hacia los menos instruidos. Michael Sandel, nada sospechoso de derechismo, inscrito en la corriente del pensamiento comunitarista, lo aborda en su último libro de título bien expresivo, La Tiranía del mérito. Ese mismo supremacismo se ejerce sin pudor contra la “superstición” religiosa. Lo que se pueda razonar desde esta posición carece por principio de toda validez por surgir de donde viene.
Es todo lo contrario de lo que platea Jürgen Habermas, el más ilustre filósofo, vivo representante del republicanismo kantiano, cuando afirma que las cosmovisiones naturalistas que se deben a una elaboración especulativa de informaciones científicas, de ninguna manera gozan prima facie de ningún privilegio frente a las concepciones de tipo religioso que están en competencia con ellas, a lo que añade que, la neutralidad cosmovisional del poder del Estado, que garantiza iguales libertades éticas para cada ciudadano, es incompatible con cualquier intento de generalizar políticamente una visión secularística del mundo.
Claro que hay una guerra cultural y muy compleja, claro que irá a más y que puede destruirnos; de hecho, ya lo hace. Y claro que deberíamos superarla, y para conseguirlo no queda otro camino que el reconocimiento y respeto del otro. Pero la cuestión es si quienes son hegemónicos, y controlan el poder mediante una alianza entre el capitalismo y el progresismo, construida sobre la perspectiva de género, las políticas del deseo, y el rechazo del cristianismo, y en general de Dios, tienen capacidad para dialogar y razonar desde el reconocimiento de quienes plantean otros puntos de vista tales como:
-La referencia de Dios en el espacio público, y la neutralidad del estado sin cancelación del reconocimiento de la pluralidad religiosa de la sociedad.
-El fundamento y las fuentes cristianas de la cultura europea.
-El derecho concebido, no como un acto arbitrario de la voluntad del legislador, sino como la búsqueda de la solución justa a los problemas y conflictos sociales.
-La existencia de verdades objetivas en el ámbito de la cultura y, especialmente, en la moral.
-La evidencia de que hay verdades que no se limitan al ámbito de lo que nos transmiten los sentidos.
-El valor imprescriptible de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte, que debe de ser protegida, muy especialmente la de los más débiles.
-La afirmación de que el consenso no constituye el fundamento de la verdad moral.
-La consideración de que la diferenciación sexual es un hecho biológico que no depende del sentimiento subjetivo de pertenencia ni de la orientación sexual.
-La familia derivada del matrimonio entendido como la unión entre el varón y la mujer destinada, junto con otros fines, a la procreación.
Para referir algunos puntos clave del litigio.
Como dice Amin Maalouf, pensando en otras cuestiones, pero que resulta bien válido para esta: Hemos recorrido un buen trecho del camino hacia la autodestrucción. Lo que impulsa la guerra no es la diferencia, sino la negación y descalificación del otro por pensar distinto.