Somos muchos los cristianos, católicos y de otras denominaciones, que nos sentimos huérfanos en el panorama electoral. A los viejos partidos hace tiempo que dejamos de sentirlos cercanos y los nuevos que han aparecido con más fuerza son productos de una postmodernidad desacralizada en la que tampoco nos identificamos.
Al católico que decide hacerse escuchar como tal en el foro público y que quiere influir y persuadir (nunca imponer) en el debate político sin abdicar de sus principios y que no acepta que la religión deba quedarse en el ámbito estrictamente privado, le tachan de ultracatólico, con claro afán denigratorio, tratándolo de equiparar a los radicales islamistas, a los hooligans de un equipo de fútbol o a los extremistas de izquierda o derecha.
Uno no puede proclamarse católico y olvidar que «si no ama al hermano suyo a quien ve, no puede amar al Dios a quien no ve»; (1 Jn 4:20). Pretender enjaular la Fe al ámbito privado y hacerle bullying al católico que se preocupa de cómo las leyes afectan a su prójimo va contra la Declaración Universal de los Derechos Humanos, contra la Razón y contra la convivencia y conllevancia entre los que piensan distinto, el tratar de laminar la diversidad de pensamientos.
Si, además, el cristiano reza «venga a nosotros tu reino, así en la Tierra como en el cielo», pero no contribuye a la construcción de Su Reino en la Tierra, la oración se reduce a una salmodia de hueca palabrería .
La participación activa de los católicos en la política es un imperativo categórico, tanto a través de movimientos sociales como de partidos políticos, pero para que podamos participar necesitamos partidos en los que vernos representados.
José A. Ramos-Clemente y Pinto.
Texto completo del extracto publicado en ABC el 23/08/2018.