Políticos sin dignidad: Normalizando el insulto.

«Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa, érase una nariz sayón y escriba, érase un peje espada muy barbado.»

Quizás unos de los sonetos más famosos de Francisco de Quevedo refiriéndose al apéndice olfativo de su contemporáneo Luis de Góngora, con quien mantuvo en pleno Siglo de Oro español, una rivalidad enorme y que dejaron bien clara en su legado literario.

El parisino Cyrano de Bergerac, creativo y con el humor de la fina ironía que él mismo tenía sobre sí mismo y sus defectos, marcó también un hito en el cómo enfrentar el insulto. No tiene desperdicio la película que lleva su nombre y dirigida por Jean-Paul Rappeneau en la década de los noventa.

Pero por mucho que se quiera disfrazar con creatividad, ironía, humor o se quiera justificar el uso del insulto, siempre trae las consecuencias que parece ser desconocen determinadas personas de este Gobierno.

“Normalizar el insulto y la crítica”, con esta frase se coronó de gloria Pablo Iglesias, frase más propia de su época progresista, adolescente y revolucionaria, que de un vicepresidente del Gobierno español, que demuestra con su comportamiento una tremenda irresponsabilidad y un profundo desconocimiento de lo que es un insulto, aunque sea su leitmotiv.

Cree el señor Iglesias que el insulto solo ofende la dignidad del insultado, lo cual ya es lamentable e intentar normalizar que a una persona se le pretenda ofender (con esta idea no puedo evitar que se me venga a la cabeza imágenes de tiranos pisoteando los derechos fundamentales de la persona) pero siento decirle a Pablo Iglesias que a quien primero desacredita es al insultante, y quien pierde la dignidad es él.

Presume el señor Iglesias de diversidad, respeto y tolerancia. Nadie puede creerle con declaraciones como la relativa al insulto, ¿cómo va a valorar la diversidad en el otro si resulta que aquel que no opina como él –o su partido o el Gobierno- son diana de sus insultos? El insulto hacia el prójimo nubla el horizonte del entendimiento, dificulta el diálogo, es la antesala del odio (la siguiente fase es la violencia física), destruye la tolerancia de la que tanto se la ha llenado a usted la boca, el insulto es ya en sí un puro desprecio y me resulta imposible creer que puedan valorar lo diverso que hay en el otro si lo desprecia con un insulto. Por muy diferentes que seamos unos de otros y pese a que no compartamos todos los mismos ideales, cada uno tiene su riqueza (cierto que unos las tienen más ocultas que otros) y un insulto echa por tierra tanta palabrería de slogan. En una democracia adulta se expresa la discrepancia con razones, no con insultos.

Dignidad, don Pablo, dignidad. Sin ella no cabe diversidad, respeto ni tolerancia.

La dignidad, definida por la R.A.E. como «cualidad del que se hace valer como persona, se comporta con responsabilidad, seriedad y con respeto hacia sí mismo y hacia los demás y no deja que lo humillen ni degraden», y en su segunda acepción dice así: «cualidad de la cosa que merece respeto.»

Normalice usted el insulto y tendrá una sociedad fácilmente manipulable. Cuando a una persona, intencionadamente, se le cambian sus gustos, creencias, sus posibilidades de actuar o decidir estamos manipulando la autonomía, la capacidad de decidir, la esencia de la libertad humana. El insulto dinamita la dignidad.

Una vez normalizado el insulto, la maquinaria de la manipulación se pone en marcha, y como secuaces de su plan, los programas televisivos viperinos y subencionados , que como en los circos romanos, azuzan la venganza, la sangre, el mal gusto, el odio, el insulto fácil y soez, violando la dignidad de las personas. Estos presentadores y colaboradores de este tipo de programas, ante el sonido de una crítica y a semejanza del perro de Pavlov, comienzan a salivar insultos.

Si el Estado no vigila este asunto, permite estas violaciones deliberadamente y por tanto, es él mismo quien insulta la dignidad humana, perdiendo inevitablemente la suya y el respeto.

Si los dirigentes no tienen dignidad, la sociedad será autofagocitada.

Jucho.-

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